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El domingo de la transfiguración sigue al de la tentación. Esto es muy significativo… La tentación viene a colocarse al comienzo del camino del sufrimiento y acecha todo a lo largo de él. Trata de desviar al alma del camino de sus sufrimientos saludables. Si el alma logra superarla, consigue la salvación, que no es otra cosa que la contemplación del Señor transfigurado y la propia divinización unida a Él. La tentación pretende esencialmente acortar el camino, alcanzar una transfiguración prematura apoyándose en las propias fuerzas; quiere pasar por encima de las etapas fijadas en dicho camino, quiere rehuir la cruz. Si cede a todo esto, viene la muerte y el abismo. En último término, la caída de nuestros primeros padres no fue otra cosa, y la misma tentación de Cristo no apuntaba sino a que manifestase prematuramente y de modo arbitrario la gloria divina que en El residía.

1. ORACIÓN INICIAL

Teniendo en cuenta que el Padre está revelando la identidad de su HIJO y que nos deja un compromiso, al decirnos de: “escucharlo”, pidámosle que nos ayude a conocerlo siempre más y así valorar lo que significa que Él haya dado su vida por nosotros en la cruz.

Dios Padre, Dios de amor y ternura, Dios de misericordia y bondad, Tú que nos has enviado a tu HIJO, que lo has hecho hombre, para que te diera conocer, Tú que permitiste que Él muriera en la cruz, para hacernos ver hasta dónde llegaba tu amor hacia nosotros, ahora que nos estamos preparando para celebrar la Pascua de tu HIJO, ayúdanos a conocerlo siempre más, y así por medio de su Palabra, podamos penetrar en sus sentimientos, para valorar su gesto de amor, que dio su vida por nosotros, para que lo pudiéramos imitar y así amar como Él, amando hasta el final. Ayúdanos en estos días de Cuaresma, a darle tiempo a tu HIJO y así profundizar en su Palabra para conocerlo más y así poderlo imitar y seguir para ser capaz de dar vida como Él lo hizo. Que así sea.

2. Textos y comentario

2.1. Lectura del libro del Génesis 12,1-4a:

En aquellos días, el Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo.» Abrán marchó, como le había dicho el Señor.

Muy acertadamente se ha designado al primer libro de la Biblia con el nombre de «Génesis». Fueron los traductores griegos de Alejandría, unos dos siglos antes de Cristo, quienes se lo impusieron. Y en efecto, ahí se encuen­tran apuntados los orígenes – génesis – de las instituciones y realidades más antiguas del mundo y del hombre. Entre otros relatos recuérdense los capí­tulos que nos cuentan la creación del mundo, la formación del hombre, el ori­gen del pecado, la elección de Abrahán etc. En el fondo no es más que un ori­gen y un proceso, lo que el autor quiere narrarnos: la historia de la miseri­cordia de Dios con el hombre, la historia de su amor con él, la historia de la salvación, en definitiva. Dios quiere salvar el hombre, es decir introducirlo en su amistad. Una vez que el hombre la desechó caprichosamente, la acción de Dios vuelve insistentemente a reducirlo otra vez hacia sí. El hombre no podía volver por sus propias fuerzas. La iniciativa tenía que partir de Dios. Ese empeño divino de salvar al hombre es el que trata de describir a gran­des rasgos primero, más detalladamente después, el autor de este libro.

Estamos en un momento importante. Comienza la historia de Abrahán, padre del pueblo hebreo. Es la primera vez que aparece este personaje. No­temos lo más saliente:

a) Dios.- Dios llama a Abrahán. Aunque imperiosa, la voz de Dios es solí­cita, respetuosa y confidencial. Es una voz que ordena y promete, que invita y bendice, que apremia y salva. La voz de Dios es en este caso una elección, una predilección. La voz señala a Abrahán un destino particular. Abrahán es una pieza importante en el plan divino de salvación. La voz exige una re­nuncia, pero va cargada de promesas, llena de bendiciones. Dios lo quiere totalmente para sí. Hará de él un gran hombre, padre de muchas gentes, causa de bendición para todo el mundo. Allá a lo lejos se perfilan todas las gentes.

Dios tiene la iniciativa. La salvación parte de él; él la comienza y él la termina. Actúa con absoluta libertad, pero siempre con un amor y una atención supremos, pues él conoce y ama mejor y más que nadie a sus cria­turas. Dios dispensa su amistad a Abrahán. En cierto sentido son desde ahora una misma cosa.

b) Abrahán.- La voz de Dios requiere una respuesta, y Abrahán la da. Abrahán obedece a Dios. Deja lo que tiene entre manos y se encamina, fiado de la promesa del Señor, hacia un país lejano y desconocido. Abrahán se deja guiar; en otras palabras, Abrahán se deja amar. Este acto obediencial, de fe, de Abrahán será celebrado elogiosamente por los autores del N. Tes­tamento, en especial por Pablo. Fue su salvación, su justificación. Reputó inútil su tierra y su país y consideró como cosa suprema la amistad con Dios. Así alcanzó las promesas y fue llamado «padre de los creyentes». Dios usa de «colaboradores» para el cumplimiento de su voluntad salvífica. Abra­hán colaboró. Abrahán partió de aquella tierra y siguió al Señor. Llegó a su «bendición».

2.2. Salmo Responsorial Sal 32,4-5.18-19.20.22

R/. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti

La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra. R/.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.

Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti. R/.

El salmo, es una confiada súplica o una confianza suplicante.

La confianza tiene por motivos: la palabra de Dios sincera, su promesa, su fidelidad comprobada a través de los siglos, su rectitud, su misericordia incomparable. Dios ama a sus fieles, Dios cuida tiernamente de ellos. La sú­plica se hace confiada. El estribillo lo expresa maravillosamente:. Pidamos confiados; hay motivos más que suficientes. Cristo aboga por nosotros.

2.3. Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1,8b-10:

Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio.

Es una de las cartas que integran el reducido grupo de las «pastorales». Va dirigida a Timoteo, discípulo de Pablo. Timoteo es «pastor», «obispo», «superintendente» de la Casa de Dios de Éfeso. Allí se halla una comunidad de fieles, una iglesia de Cristo y al frente de elle Timoteo.

No resulta fácil gobernar una comunidad cristiana; menos aún en una ciudad cosmopolita, idólatra y orgullosa de sus cultos; mucho menos todavía en un tiempo en que, a una dentro de la comunidad, comienzan a pulular tendencias doctrinales y morales francamente heterodoxas. Timoteo debe vigilar atentamente; debe actuar cuando las circunstancias lo requieran; debe «reavivar el carisma» que se le otorgó con la imposición de las manos; debe predicar el evangelio y hacerlo cumplir. Pablo le anima a ello con algu­nas exhortaciones, normas y consejos.

Estamos al comienzo de la carta. Timoteo debe «trabajar duramente» por el evangelio, con todas sus fuerzas. No es cosa fácil evangelizar; cuesta tra­bajo, requiere la total entrega de la persona. Evangelizar equivale a salvar. La salvación viene de Dios; Timoteo es ministro. La salvación es una gracia y la gracia viene de Cristo. Dios ha dispuesto salvar al mundo en Cristo. Ya ha llegado el momento oportuno; el Hijo de Dios se ha manifestado y ha dado comienzo a la obra de la salvación. El evangelio que lo anuncia trae la sal­vación. La salvación es muerte a la muerte y comunicación de la vida inmor­tal. Cristo es el autor de la obra. Con su muerte dio remate al que tenía el imperio de la muerte (Hb 2,14-15) y abrió el camino que conduce a la vida. Timoteo debe darse cuenta de la importancia y de la necesidad de su tra­bajo.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Mateo 17,1-9:

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Un momento luminoso en la vida de Cristo. El episodio es sorprendente; no pedimos privarlo del carácter de «misterio». El acontecimiento es un «misterio» de la vida de Cristo. La escena nos invita a la contemplación. Es quizás la mejor postura para la mejor comprensión del suceso «misterioso». Los tres evangelistas sinópticos la traen en idénticas circunstancias. Algo muy importante.

El acontecimiento es una «epifanía», una manifestación sensible de la di­vinidad. La montaña, símbolo de la presencia divina, la «voz» del Padre, la transfigu­ración de Cristo, revelan a las claras la «manifestación» palpable de Dios. La «gloria» de Dios sobrecogió a los apóstoles. Veamos algunos detalles.

El acontecimiento tuvo lugar «seis días después», dicen unánimemente los evangelistas (unos ocho, dice Lucas). El dato cronológico, tan raro en los si­nópticos, no pedimos desatenderlo. Si los seis días se refieren a la confesión de Pedro, iluminado por el Padre, habría que subrayar entonces el aspecto de glorificación, de Jesús Hijo de Dios, Mesías; si lo referimos, en cambio, al primer anuncio de la pasión, habría que subrayar la relación del aconteci­miento con la pasión y resurrección de Cristo, Hijo de Dios. Puede, con todo, que se refiera a ambos. El último versículo nos recuerda que el Hijo del Hom­bre resucitará de entre los muertos. El Hijo de Dios Siervo.

Una «epifanía» de ese calibre no es para cualquiera. Sólo tres son testigos de ella: los predilectos, Juan, Santiago y Pedro; sin duda alguna los más ad­heridos al Maestro. Dios revela sus misterios a sus fieles. Al fin y al cabo la revelación es un signo de amistad. La palabra de Pedro es encantadora: «Qué bien se está aquí». ¿No es ese el destino del hombre en Cristo? Ese es realmente nuestro fin: vivir con Dios y disfrutar de su presencia; lo veremos cara a cara. No ha llegado, sin embargo, el momento. Los ojos del hombre no pueden resistir la luz divina y sus oídos la voz de cielo. Aterrorizados caen en tierra. La gloria de Dios se impone. Es menester una transformación, una purificación. Cristo manifiesta por un momento la transformación que le es­pera en la Resurrección. A la Resurrección, no obstante, se llega por la muerte. No es otro el camino que han de seguir los discípulos.

Moisés y Elías. Dos figuras eminentes de la Antigua Economía. El pri­mero representa la Ley, el segundo los profetas. Ambos, siervos de Dios; ambos, hombres de fuego; ambos, en el Sinaí; ambos, presenciaron la «epifanía» del Señor; el uno, entre fuego y temblores de tierra; el otro, en el paso leve de una brisa tenue. Los dos dan testimonio de Jesús. Jesús es más que ellos. Ellos son siervos, él es el Hijo.

La voz, es el centro de la narración. Es la voz del Padre, creadora y reve­ladora al mismo tiempo. Jesús es el único Hijo de Dios. No hay otro como él. Su mismo cuerpo se transfigura, lleno de gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre. Cristo es un ser celeste. La voz del Hijo es la voz del Padre, es su Palabra. Es menester escucharle. No hay por qué temer su voz. Es una voz divina en forma humana. En el Sinaí infundía espanto; aquí no. La voz, no obstante, no suena en vano. Hay que escucharla y se­guirla. Esa es la voluntad del Padre.

La escena tiene cierto carácter de «misterio». Por una parte es misterioso que Cristo se transfigure, no habiendo todavía resucitado. Está todavía en estado de Siervo Paciente y por tanto velado por la naturaleza humana. Por un momento deja transparentar su gloria. Es un momento y desaparece. Por otra parte el misterio está en que Cristo no transparente siempre su gloria. Es el «misterio» mesiánico. Se hizo Siervo e igual a nosotros en todo, menos en el pecado. Jesús tiene que padecer; por un momento deja ver su gloria. Los apóstoles que lo presenciaron afianzaron su fe. La Transfiguración del Señor anuncia ya su triunfo, su Resurrección. Esta ha de venir después de su muerte. Una vez pasada la maravilla, las cosas tornan a su estado nor­mal. De nuevo el «secreto mesiánico».

 

Reflexionemos:

La Cuaresma es la preparación a la celebración de la Pascua, es decir a la digna celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. El Misterio de Cristo es polifacético. Polifacética es también la prepa­ración.

Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, el Amado, el Predilecto. A él deben dirigirse nuestras miradas y consideraciones. Jesús triunfa de la muerte; es decir, Cristo es más que hombre, supera las limitaciones de la naturaleza humana. La Transfiguración es un anuncio. Dios lo ha puesto para nuestra salvación. Tenemos que escucharle. En ello nos va todo. Nuestro destino es gozar de la presencia del Señor, ser un día transformados, ser luz sin man­cha. Todavía no ha llegado el momento. El camino es seguir a Jesús y obedecerlo. Debemos ser purificados antes de entrar a la posesión de Dios.

Jesús da cumplimiento a las promesas de Abrahán. El es la bendición de todos los pueblos. También nosotros somos llamados a seguir a Dios Ha de ser en Cristo. Hay que abandonarlo todo, si así se nos exige, y seguir a Cristo. En Cristo la salvación, dice Pablo a Timoteo. El cristiano está lleno de esperanza. Nuestro Señor Jesucristo es el Señor. El puede salvarnos, en él se ha revelado la misericordia de Dios. Debemos acercarnos a él confia­damente. Llenos de confianza, pidamos en este tiempo de cuaresma.

3.  ORACIÓN FINAL

Transfigúrame, Señor, transfigúrame. Quiero ser tu vidriera, tu alta vidriera azul, morada y amarilla. Quiero ser mi figura, sí, mi historia, pero de ti en tu gloria traspasado. Transfigúrame, Señor, transfigúrame. Mas no a mí solo, purifica también a todos los hijos de tu Padre que te rezan conmigo o te rezaron, o que acaso ni una madre tuvieron que les guiara a balbucir el Padrenuestro. Transfigúranos, Señor, transfigúranos. Si acaso no te saben, o te dudan o te blasfeman, límpiales el rostro como a ti la Verónica; descórreles las densas cataratas de sus ojos, que te vean, Señor, como te veo. Transfigúralos, Señor, transfigúralos. Que todos puedan, en la misma nube que a ti te envuelve, despojarse del mal y revestirse de su figura vieja y en ti transfigurada. Y a mí, con todos ellos, transfigúrame. Transfigúranos, Señor, transfigúranos. Amén.