Esperar al Señor que ha de venir es el tema principal del santo tiempo de Adviento que precede a la gran fiesta de Navidad. La liturgia de este período está llena de deseos de la venida del Salvador y recoge los sentimientos de expectación, que empezaron en el momento mismo de la caída de nuestros primeros padres.
En aquella ocasión Dios anunció la venida de un Salvador. La humanidad estuvo desde entonces pendiente de esta promesa y adquiere este tema tal importancia que la concreción religiosa del pueblo de Israel se reduce en uno de sus puntos principales a esta espera del Señor. Esperaban los patriarcas, los profetas, los reyes y los justos, todas las almas buenas del Antiguo Testamento. De este ambiente de expectación toma la Iglesia las expresiones anhelantes, vivas y adecuadas para la preparación del misterio de la “nueva Natividad” del salvador Jesús.
En el punto culminante de esta expectación se halla la Santísima Virgen María. Todas aquellas esperanzas culminan en Ella, la que fue elegida entre todas las mujeres para formar en su seno el verdadero Hijo de Dios.
Sobre Ella se ciernen los vaticinios antiguos, en concreto los de Isaías; Ella es la que, como nadie, prepara los caminos del Señor.
Invócala sin cesar la Iglesia en el devotísimo tiempo de Adviento, auténtico mes de María, ya que por Ella hamos de recibir a Cristo.
Con una profunda y delicada visión de estas verdades y del ambiente del susodicho período litúrgico, los padres del décimo concilio de Toledo (656) instituyeron la fiesta que se llamó muy pronto de la Expectación del Parto, y que debía celebrarse ocho días antes de la solemnidad natalicia de nuestro Redentor, o sea el 18 de diciembre.
La razón de su institución la dan los padres del concilio: no todos los años se puede celebrar con el esplendor conveniente la Anunciación de la Santísima Virgen, al coincidir con el tiempo de Cuaresma o la solemnidad pascual, en cuyos días no siempre tienen cabida las fiestas de santos ni es conveniente celebrar un misterio que dice relación con el comienzo de nuestra salvación. Por esto, speciali constitutione sancitur, ut ante octavum diem, quo natus est Dominus, Genitricis quoque eius dies habeatur celeberrimus, et praeclarus “Se establece por especial decreto que el día octavo antes de la Natividad del Señor se tenga dicho día como celebérrimo y preclaro en honor de su santísima Madre”.
En este decreto se alude a la celebración de tal fiesta en “muchas otras Iglesias lejanas” y se ordena que se retenga esta costumbre; aunque, para conformarse con la Iglesia romana, se celebrará también la fiesta del 25 de marzo. De hecho, fue en España una de las fiestas más solemnes, y consta que de Toledo pasó a muchas otras iglesias, tanto de la Península como de fuera de ella. Fue llamada también “día de Santa María”, y, como hoy, de Nuestra Señora de la O, por empezar en la víspera de esta fiesta las grandes antífonas de la O en las Vísperas.
Además de los padres que estuvieron presentes en el décimo concilio de Toledo, en especial del entonces obispo de aquella sede, San Eugenio III, intervino en su expansión—y también a él se debe el título concreto de Expectación del Parto—aquel otro gran prelado de la misma sede San Ildefonso, que tanto se distinguió por su amor a la Señora.
La fiesta de hoy tenía en los antiguos breviarios y misales su rezo y misa propios. Los textos del oficio, de rito doble mayor, tienen, además de su sabor mariano, el carácter peculiar del tiempo de Adviento, a base de las profecías de Isaías y de otros textos apropiados como los himnos. Nuestro Misal conserva todavía para la presente fecha una misa, toda a base de textos del Adviento. Es un resumen del ardiente suspiro de María, del pueblo de Israel, de la Iglesia y del alma por el Mesías que ha de venir. Sus textos—casi coinciden con la misa del miércoles de las témporas de Adviento, y todavía más con la misa votiva de la Virgen, propia de este período—son de Isaías (introito, epístola y comunión ) y del evangelio de la Anunciación. Las oraciones son las propias de la Virgen en el tiempo de Adviento.
Precisamente en la víspera de este día dan comienzo las antífonas mayores de la O, por empezar todas ellas con esta exclamación de esperanza. Y así continúa la Iglesia por espacio de siete días, del 17 al 23, en este ambiente de santa expectación y demanda de la venida del Salvador.
Nada, pues, más a propósito que la contemplación de María en los sentimientos que Ella tendría en los días inmediatos a la natividad de su divino Hijo. “Si todos los santos del Antiguo Testamento—escribe el padre Giry (Les petits Bollandistes t. 14 p.373 )—desearon con ardor la aparición del Salvador del mundo, ¿cuáles no serían los deseos de Aquella que había sido elegida para ser su Madre, que conocía mejor que ninguna otra criatura la necesidad que tenia la humanidad, la excelencia de su persona y los frutos incomparables que debía producir en la tierra, y la fe y la caridad, que sobrepasan la de todos los patriarcas y profetas? Fue tan grande el deseo de la Santísima Virgen, que nosotros no tenemos palabras para expresar su mérito. Y tampoco podemos concebir cuál fue su gozo cuando Ella vió que sus deseos y los de todos los siglos y de todos los hombres iban a realizarse en Ella y por Ella, ya que iba a dar a luz la esperanza de todas las naciones, Aquel sobre quien se fijaban los ojos de todos en el cielo y en la tierra y miraban como a su libertador.”
María, repetimos, está en la cumbre de esta esperanza o, con otras palabras: con María la esperanza es completa, se hace firme. Unidos a Ella, ya que nuestro adviento, el que nosotros esperamos, tuvo principio en la celestial Señora, por haber llevado en su seno virginal a Jesús durante nueve meses, nuestra expectación será más digna del gran Señor que va a venir.
María presenta para el cristiano de hoy la posición que éste debe mantener, máxime en estos días: esperar al Señor. Que Él se incorpore más y más en nosotros, donec formetur Christus in nobis, y que un día, lejano o próximo ya, venga a buscarnos para unirnos definitivamente con Él. El cristiano debe esperar al Señor, donec veniat, hasta que venga para aquel abrazo de unión indisoluble y eterna. Toda la vida del cristiano es una expectación. El modelo de ésta lo ofrece María.
La presente fiesta mariana, como todas las de la Virgen, además de ser un ejemplo, es una intercesión. Debe servir para afianzar y hacer más intensa esta espera y ayudarnos a cantar con Ella, con la Iglesia-Virgen las antífonas mayores del Magniticat: O Sapientia, O Adonai, O Emmanuel…, veni!
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