Cada 3 julio la Iglesia Católica celebra la Fiesta de Santo Tomás Apóstol, el sencillo pescador de Galilea a quien Jesús llamó para ser su discípulo. A él le debemos aquellas hermosas palabras que repetimos en Misa frente a Dios Eucaristía: “Señor mío y Dios mío”, las que constituyen una auténtica profesión de fe. Tomás las pronunció ocho días después de que Jesús resucitara, cuando el Señor se les apareció nuevamente a sus discípulos y lo invitó a meter su dedo en la llaga de su costado.
El Evangelio de San Juan da cuenta de la incredulidad de Santo Tomás ante lo testimoniado por los discípulos: “Hemos visto al Señor”. Tomás respondió: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
La actitud inicial de Tomás refleja ciertamente sus dudas, incluso quizás hasta su decepción, porque él le había creído al Señor y había confiado en Él. Estaba lleno de desconfianza. Sin embargo, sus palabras finales saldan la cuenta. Tomás, con la ayuda de Cristo, logra vencer la falta de fe: “Señor mío y Dios mío”.
Ahora está seguro de que es el mismo Jesús quien está enfrente, y que es verdadero Dios. Tomás fue el primero en reconocer plenamente la divinidad de Cristo resucitado.
Ese reconocimiento sella aquel momento previo, cuando por este Apóstol Jesús revela su naturaleza: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”, a propósito de que Tomás preguntara: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”.
Al santo se le atribuye haber recibido el cinto de la Santísima Virgen María, con el que es a veces representado. De acuerdo a una antigua tradición, Tomás tampoco creía en la Asunción de la Virgen María, e hizo abrir la tumba de la Virgen, encontrándose solo con las abundantes flores que llenaban la fosa. La misma tradición señala que la Madre de Dios, desde el cielo, desató su cinturón y lo dejó caer en las manos del Apóstol.
Santo Tomás es patrono de los arquitectos, constructores, jueces y teólogos, como también de las ciudades de Prato, Parma y Urbino en Italia.
“Tomás, para creer, quería meter sus dedos en las llagas: era un testarudo. Pero el Señor quiso precisamente un testarudo para hacernos comprender algo más grande. Tomás vio al Señor, que le invitó a meter el dedo en la herida de los clavos, a poner su mano en el costado y no dijo: ‘Es verdad, el Señor ha resucitado’. ¡No! Fue más allá. Dijo: ‘Señor mío y Dios mío’. Es el primer discípulo que confiesa la divinidad de Cristo después de la resurrección, y que adora propiamente”.
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