Para ser creativo y eficaz en cualquier ámbito de la vida hay que empezar por tener las cosas claras. A san Antonio María Claret lo que le guio fue la necesidad de Dios que tienen todos los hombres, sobre todo los que no lo conocen.
Antonio Claret y Clará nació en Sallent (Barcelona) el 23 de diciembre de 1807, en el seno de una familia profundamente cristiana. Su piedad infantil era tan intensa que incluso sufría al pensar en el infeliz destino eterno de quienes vivían de espaldas a Dios. «La idea de la eternidad quedó en mí tan grabada que es lo que tengo más presente hoy. Eso es lo que me hace trabajar, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores», escribiría más tarde.
En su juventud experimentó varios hechos providenciales. De uno de ellos salió indemne, tras el derrumbe de un edificio en el que murieron 28 personas. En otro logró salvarse de morir ahogado. Tras ser arrastrado por una ola en la playa, gritó: «¡María, sálvame!», e inexplicablemente se encontró enseguida en la orilla. En 1830 decidió hacerse cartujo, pero una violenta tempestad mientras se dirigía a la cartuja de Montealegre le hizo desistir. Dios le iba hablando y dirigiendo también a través de los acontecimientos.
Resolvió entonces hacerse sacerdote diocesano y en 1835 fue ordenado en el palacio episcopal de Solsona. Cuatro años más tarde viajó a Roma para ofrecerse a la congregación vaticana de Propaganda Fide como misionero. Sobre este impulso, el claretiano Antonio Bellella, director del Instituto Teológico de Vida Religiosa, afirma que «Claret fue durante toda su vida un auténtico evangelizador. Su amor a Cristo lo plasmó la eterna verdad de siempre: cuando uno tiene una experiencia religiosa intensa, entonces se pone manos a la obra para llevar esa fe a los demás».
- 1807: Nace en Sallent (Barcelona)
- 1835: Es ordenado sacerdote en Solsona
- 1849: Funda la congregación de los claretianos
- 1850: Es ordenado obispo y viaja a Cuba
- 1870: Muere en Narbona (Francia)
- 1950: Es canonizado por Pío XII
En 1841, Claret recibió de Roma el título de misionero apostólico y pasó los años siguientes predicando por toda Cataluña en misiones populares y logrando muchas conversiones. Fue por este empeño evangelizador por lo que en 1849 fundó en Vic la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, popularmente llamados claretianos. Para su fundador, un claretiano es «un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa, que desea eficazmente y procura por todos los medios encender a todo el mundo en el fuego del divino amor», tal como vivió él.
La nueva congregación empezó a funcionar en España y pronto se extendió por todo el mundo, mientras que Claret fue nombrado al poco tiempo arzobispo de Santiago de Cuba. Recibió la ordenación episcopal en octubre del año siguiente y, en diciembre, ya estaba en un barco con destino a la isla. Allí se dedicó a hacer lo mismo que en nuestro país: visitaba hospitales, confesaba, predicaba y repartía limosnas, y para desarrollar una caridad más organizada introdujo las cajas de ahorros. Incluso atendió personalmente a numerosos enfermos de una epidemia de cólera que asoló la isla a su llegada. También fundó las Religiosas de María Inmaculada, las misioneras claretianas. Tanta actividad apostólica generó algunas controversias y llegó a sufrir un atentado, del que pudo salir ileso. Su predicación había hecho cambiar de vida a muchos y eso torció las expectativas de otros tantos. Un día de 1856, un español emigrante intentó rebanarle el cuello, pero solo logró herirlo en la mejilla. El atacante fue detenido y condenado a muerte, pero el obispo intercedió por él y no solo le consiguió el indulto, sino que le pagó el viaje a España para que nadie pudiese tomar represalias.
Al año siguiente, conocida ya por todos su fama de santidad, la reina Isabel II le llamó a Madrid para hacerle su confesor. Los años siguientes acompañó a la familia real en sus viajes por toda la península, aprovechando siempre para predicar a su paso por misiones populares. Siguió a la reina incluso en su destierro en Francia en 1868, donde continuó predicando hasta su muerte en 1870, pocos meses después de haber participado en el Concilio Vaticano I.
Para Antonio Bellella, el fundador de los claretianos «siempre encontraba un resquicio para anunciar el Evangelio. Claret se centró en ofrecer a Cristo a la gente», ya fuera en los pueblos más perdidos o en la misma Corte real.
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