Cristo sabía que su amigo Lázaro estaba gravemente  enfermo, pero que esta enfermedad no acabaría en la  muerte, sino que serviría para gloria de Dios. No deja de  sorprender el contraste existente entre nuestra manera de  pensar y la de Cristo, entre nuestro vocabulario y el suyo.  Llamamos muerte a la enfermedad, al dolor, a la pobreza,  a todo aquello que conduce a la muerte física. Sin  embargo Cristo la llama “sueño”; por eso va a despertar a  su amigo.

Hoy somos invitados a reflexionar sobre la muerte  verdadera, de la que nos habla claramente San Pablo. Se  trata de la muerte fruto del pecado, muerte de la que  Cristo no nos puede resucitar sin nuestra propia voluntad.  Hay muchos vivientes que andan como muertos, porque  les falta el Espíritu que da la verdadera vida. Hay muchos  que soportan enfermedades irreversibles, que aceptan la  cruz del desprendimiento total, la muerte física, sabiendo  desde la fe que es camino de resurrección y de vida  eterna.

Ezequiel experimentó en propia carne las esperanzas del destierro. O bien deportado a Babilonia con el primer grupo de vencidos, o bien más tarde tras una más o menos amplia actividad profética en Palestina, Eze­quiel se nos presenta como el profeta que vive el destierro. Su nombre signi­fica Dios fortalece.

Uno de los pasajes más famosos lo constituye la tan conocida visión de los huesos. Los versillos de la lectura están tomados de él. Tras sucesivas destrucciones acaba por ser deportado a Babilonia el pueblo de Israel. Todo es llanto, desolación y amargura. La ciudad santa ha sido devastada, sus muros arrasados, el templo de Dios altísimo convertido en un montón de escombros; el país asolado, la población diezmada, la flor y nata de la nación arrastrada, como esclava, a un país lejano y extraño. No hay rey, no hay templo, no hay nación. Todo se ha hundido. La nación de Is­rael ha sido borrada de la vida nacional e internacional. No hay esperanza. Sobre Israel se cierne el porvenir más negro. Se ha secado sus huesos; está como muerto y sus miembros descoyuntados. Al parecer ha dejado de existir para siempre el pueblo de Israel.

Es difícil con todo conocer la situación con­creta del salmista. Por una parte se habla del perdón: súplica intensa y con­fiada que apela a la misericordia divina, superior en grandeza a todo delito y maldad del hombre. Por otra, casi media parte del salmo, es una plena confianza, una anhelante espera, lo que embarga el espíritu del salmista. Se pasa del ámbito personal al comunitario. ¿Es que el salmista, un individuo, pide perdón por los delitos de Israel, partiendo de los propios? ¿O es quizás que un salmo, originariamente de súplica individual, ha sido reinterpretado posteriormente como comunitario por el pueblo de Israel? Esto último no se­ría imposible. En realidad el pueblo, como el individuo, tiene conciencia de su pecado y de su delito. La mano del Señor misericordiosa lo libera de todos los males. Israel debe esperar confiado el perdón de sus pecados. Dios lo redimirá de todos sus delitos.

La conjunción de los dos aspectos, personal y comunitario, en la confianza y súplica del perdón de los pecados es verdaderamente interesante. Así clama la Iglesia en tiempo de Cuaresma. Tradicionalmente es considerado el salmo como «salmo penitencial»: «Desde lo hondo a ti grito Señor». Es en grito de misericordia. La redención de Dios se alarga hasta la vida eterna: «Redimirá a Israel de todos sus delitos». Esperamos la «redención» copiosa de Cristo en una liberación definitiva.

El apóstol ha comenzado su carta, constatando la ruina en que se encuen­tra el hombre abandonado a sus propias fuerzas, es decir el hombre al mar­gen de Cristo. En Cristo encuentra el hombre la victoria sobre el pecado y sobre la muerte; en Cristo encuentra el hombre también la liberación de sí mismo, la liberación de la Ley y de todo aquello que lo aparta de Dios. Estamos ahora en una sección intermedia. Pablo habla del «don» que nos trae Cristo: don que nos libera de la condenación, don que nos «espiritualiza», don que nos hace hijos de Dios, don que nos transforma ya desde ahora y nos dispone positivamente para la resurrección y transforma­ción completa de todo nuestro ser. Ese «Don» es el Espíritu Santo.

La palabra «espíritu» es susceptible de varios significados relacionados entre sí. Unas veces señala al Espíritu Santo en persona; otras al don que en él se nos concede; otras al espíritu humano opuesto a la «carne», es decir al espíritu del hombre «renovado» por el «don» de Dios en nosotros. Como se ve, todos ellos relacionados entre sí.

Con el término «carne» designa Pablo todo aquello que se opone a Dios o actúa al margen de voluntad, ya sea de tipo material, ya de tipo espiri­tual. «Carne» es por ejemplo la lujuria, la avaricia, la gula, la soberbia… Por contraposición, «espíritu» es todo aquello cuyo principio de acción procede de Dios o está informado por la acción del Espíritu en nosotros. Con estas pun­tuaciones se hace más fácil la inteligencia del vocabulario de San Pablo. El Espíritu de Dios habita en nosotros. Es un don que nos ha merecido Cristo y que en él se nos concede. Precisamente por eso se le llama «Espíritu» de Cristo: de él procede. La participación de ese Espíritu transforma todo nues­tro ser humano. Su «justicia» hace vivir a nuestro espíritu (alma) y mata lo que queda de pecado. Ese mismo Espíritu, de quien somos habitación y mo­rada, acabará transformando nuestro cuerpo mortal de la misma forma como transformó el cuerpo mortal de Cristo. El Espíritu de Cristo crea en nosotros un nuevo «Cristo»: un principio nuevo de vida que transforma todo el conjunto.

Como principio de vida exige de nosotros un tenor de vida conforme a su naturaleza; exige de nosotros un vivir netamente cristiano. La obra de la transformación ya está en marcha. Nuestra obligación es secundarla. De­bemos ser «espirituales» no «carnales». No necesita un comentario extenso este pasaje de San Juan. El tema com­pleto de la última sección de la primera parte del evangelio es: El tema «Cristo Luz» venía desarrollado en el pasaje del Ciego de nacimiento (domingo pasado). El tema «Cristo Vida» en el de la resurrección de Lázaro. La alegoría del Buen Pastor enlaza los dos pasajes. Cristo, que, como Buen Pastor, da la vida por las ovejas y las encamina hacia pastos frescos y abundantes, se opone, por una parte, a los falsos dirigentes de Israel (milagro del Ciego) y se presenta, por otra, como dador de vida (resurrección de Lázaro). Cristo se afirma a sí mismo. Como es normal en este evangelio, a una revelación de Cristo acompaña una «señal», que prueba la veracidad y verdad de las palabras de Cristo.

Anotemos lo más saliente de este milagro:

a) Se trata de una verdadera resurrección, es decir de una real vuelta de la muerte a la vida. El texto no deja lugar a dudas: aviso de que está gra­vemente enfermo, tardanza intencionada de Cristo, declaración a los apósto­les «Está muerto»; amigable queja de las hermanas, presencia de judíos para consolarlas; ida al sepulcro, hedor de corrupción, vendajes y sudario, mu­chos testigos; la posterior afirmación de Cristo.

b) La gloria de Dios y la fe de los hombres. Cristo realiza el milagro «para que crean que tú me has enviado». La resurrección de Lázaro «revela» la «gloria» de Cristo: Cristo es. Resurrección eterna y Vida sobrenatural. Cristo ha venido al mundo a darnos la Vida. A la Vida se llega por la fe. El tema de la fe aflora constantemente en el relato: «para que creáis» dice a los discípulos; «Crees esto» ruega a Marta; si crees esto verás la gloria de Dios le repite. Así termina el evangelio en su primera conclusión. Y en efecto así lo afirma personalmente Cristo. La vida que Cristo nos promete es de natura­leza sobrenatural. La resurrección de Lázaro es un pálido anuncio de la vida y de la resurrección que Dios nos concede en Cristo. La «gloria» de Dios se nos comunica en Cristo.

c) La amistad de Cristo. Es emocionante: Cristo llora abiertamente. Cristo amaba entrañablemente aquella buena familia, comentaron los pre­sentes. Es curioso; Juan, el gran teólogo, el que se adentró en las profundi­dades misteriosas de la divinidad de Cristo, es el evangelista que más y más notables rasgos humanos nos ha conservado de Cristo. «El Verbo se hizo carne»; Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Esa es su teología. Aquí se pone de relieve la entrañable y sincera amistad que unía esos cora­zones. El amor entrañable de Cristo a los suyos es algo que conmueve. Así nos ama Cristo. ¿No dio su vida por nosotros?

d) La intrepidez de los discípulos. Más que como tema, podemos conside­rarlo como nota curiosa. Bien se vio que por sus fuerzas no llegaban a tanto. Tienen, no obstante, buen ánimo.

Reflexionemos:

Jesús es la resurrección y la vida. Vida sobrenatural. Vida que supera los límites de la vida humana en sus tres dimensiones: a lo largo, a lo ancho y a lo alto. La vida que Cristo nos ofrece supera la muerte; supera la condición actual de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu, sujetos a mil necesidades y límites (seremos transformados en cuerpos y seres celestes); supera la vida natural, introduciéndonos en la vida trinitaria: veremos a Dios tal cual es y disfrutaremos, sin el menor temor de perderlo, del gozo que el mismo Dios tiene de sí mismo. Ese precioso don nos lo confiere Cristo. La gloria de Dios se nos comunica ahora de forma incipiente, por nuestra adhesión a Cristo. La resurrección de Lázaro es una pálida, pero que muy pálida, imagen del don que Dios nos prepara en Cristo. Lázaro volvió a la vida, pero a una vida llena de deficiencias, necesidades y temores. Es muy distinta la otra vida que Cristo nos da. La resurrección de Lázaro nos la anuncia, aunque no la define.

Las palabras de Pablo son el mejor comentario al evangelio. Dios nos ha dado el «don» del Espíritu. Somos su habitación y su morada; somos su san­tuario. Él nos va transformando desde dentro real y eficientemente, hacién­donos de «carnales» «espirituales». Estamos viviendo ya la transformación. El Espíritu acabará la obra comenzada: «El mismo Espíritu que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos morta­les». El Espíritu es capaz de transformarlo todo. Él es la garantía de nuestra futura resurrección y glorificación. La «visión» de Ezequiel nos representa al vivo la fuerza vivificadora del Espíritu de Dios. Aquellos huesos, descarnados ya y a punto de pulveri­zarse, volvieron a vivir gracias al soplo del Espíritu. Así también los nues­tros. No puede perecer para siempre lo que Dios eligió para su morada. El Espíritu restauró al pueblo muerto. El Espíritu restaurará nuestro cuerpo muerto. La visión del profeta nos recuerda esta verdad. No es raro que los Padres vieran aquí un anuncio de nuestra futura resurrección. El salmo nos habla de la redención definitiva. Eso es lo que esperamos en Cristo Jesús.

El tema de la fe. Para alcanzar la vida, hay que acercarse a la fuente; esa es Cristo. La fe viva es la condición necesaria. El evangelio lo subraya. San Pablo nos recuerda que quien no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. En otras palabras, los que se comportan «carnalmente» no pueden dar cabida al Espíritu Santo. El Espíritu Santo ha comenzado ya su obra por nuestra incorporación a Cristo. Es menester seguir viviendo en él. De­bemos alejar de nosotros el pecado y vivir «espiritualmente». Hay que cola­borar con él, para que nuestro espíritu, agraciado por el don de lo alto, as­cienda hacia arriba y no caiga de nuevo en las profundidades del pecado. Vivir santamente porque nuestra vida cristiana así lo exige; en ello está nuestra futura resurrección.

Presencia del pecado. Lázaro estaba muerto. Podemos tomarlo como fi­gura de la humanidad muerta en el pecado. Cristo tiene compasión profunda – nos ama – y nos resucita. El pueblo estaba destrozado a causa de sus peca­dos. Dios se apiada de él y lo vuelve a la vida. Nosotros estamos cargados de iniquidades. Cristo nos perdona y nos da su Espíritu. Sin embargo, todavía andamos cayendo y cayendo. El salmo responsorial responde a esta situa­ción. Súplica penitencial: ten compasión y piedad, borra nuestros delitos. El tiempo de Cuaresma es el más apropiado para ello. Individual y colectiva­mente pidamos a Dios perdón de nuestros delitos. Esa es nuestra esperanza: que Dios perdone a su pueblo y lo haga vivir fielmente en Cristo. Súplica an­helante y confiada espera. Se acerca la Vigilia Pascual. La esperamos y nos preparamos para ella. Que ella quite de nosotros definitivamente todo delito y toda culpa.