Hoy celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén, que manifiesta la venida del Reino en el Rey Mesías. Pero Jesús no conquista la ciudad por la violencia sino por la humildad y el amor. Por eso viene montado en burrito y es recibido por los niños y los humildes de corazón. Su reino no será impuesto sino que se inaugura con la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Quienes lo acepten por amor serán los miembros de su reino.

Isaías profetizó sobre siervo sufriente. Mateo interioriza sobre esos sufrimientos: abandono de los apóstoles; el silencio del Padre, absoluta soledad. La carga de todos los pecados de la humanidad asumida por Cristo. Sin embargo, desde la Cruz, reina como Señor de todo. Es claramente un reino no de este mundo. Es el reino del amor y quienes lo acepten vivirán con El para siempre.

Dentro de este contexto general, cuatro misteriosos poemas que, por acuerdo más o menos unánime, vienen llamándose del «Siervo»: Cánticos del Siervo de Yahvé. Aquí, en la lectura de hoy, nos encontramos con uno de ellos; con el tercero, en concreto. Y del tercero, con unos versículos, los más significativos. Conviene, no obstante, alargarse, en la lectura privada, a los versículos 8 y 9 por los menos, y con un poco de interés, a los cánticos que le han precedido; pues, en opinión de la mayoría, se iluminan unos a otros: 42, 1-9; 49, 1-13. El cuarto vendrá más tarde y los desbordará a todos: 52, 13-53, 12.

El personaje del canto no lleva nombre, ni siquiera el título de «siervo». Lo que importa es la misión. Y ésta se encuadra en la vocación profética: voca­ción-llamada para la palabra, sufrimiento en el desempeño de la misión, con­fianza en el Señor. Detrás del profeta sin nombre se encuentra Dios con todo su poder. Llamada para hablar: lengua de iniciado. El Siervo ha de hablar; ha de hablar bien, ha de hablar en nombre del Señor. En este caso ha de ha­blar para consolar, al abatido. También el profeta sabrá de abatimiento; es su vocación. Pero para hablar, hay que escuchar. Dios afina el oído de su Siervo, agudiza su sensibilidad y lo capacita para sintonizar con su volun­tad. Suponemos en el Siervo una intensa actividad auditiva.

La misión se presenta, además, dolorosa: ultrajes e injurias personales. Un verdadero drama. En el fondo, participación del drama de Dios en la sal­vación del hombre. La persona del Siervo tiende a confundirse con el men­saje que debe anunciar. Valor y aguante. Y así como no resiste a la palabra que lo envía, así tampoco al ultraje que ella le ocasiona. Dios lo mantendrá inquebrantable en el cumplimiento de su misión.

Misteriosa vocación la del Siervo. Todos los profetas experimentaron algo de lo que aquí se nos narra. Con todo la figura del Siervo los sobrepasa. ¿Quién es? ¿Quién llena su imagen? Miremos a Cristo Jesús y encontraremos la respuesta más cumplida. Vivió en propia carne el inefable drama de Dios con el hombre: lengua de iniciado: gran profeta; oído atento: gran hombre de Dios; ultrajes, presencia de Dios… misión cumplida. 

Salmo de súplica, salmo de acción de gracias. ¿Psicológicamente incom­prensible? Teológicamente, al menos, no: tras la súplica, siempre, la acción de gracias, porque Dios, al fondo, siempre escucha la oración. El salmo vive los dos momentos. Hoy, el primero.

La súplica toca los límites extremos en que puede encontrarse el fiel de Dios. Es el justo; y es el justo perseguido; y es el justo perseguido por ser justo; y la persecución lo ha llevado hasta las puertas de la muerte; ¡y el Señor no le escucha! El justo sufre sobre sí el abandono de Dios; las imáge­nes son vivas y reflejan una situación límite. También la confianza es ex­trema y total.

¿Quién llena el salmo? Situaciones semejantes, pero parciales, las han vi­vido con frecuencia los siervos de Dios. Como ésta, en profundidad insospe­chada, solamente uno: El Señor Jesús. Los evangelistas recogen de su boca el estribillo del salmo en el momento de su muerte; también aparecen cum­plidos algunos versillos en la ejecución en la cruz. Pensemos, pues, en Jesús; él desborda el salmo, en dolor, abandono y esperanza. Unámonos a él, a todo justo, que en el cumplimiento de la voluntad de Dios pasa por trance seme­jante.

Dios, el Padre, dejó paradójicamente morir a su Hijo; pero lo resucitó al tercer día. La oración fue escuchada, como comenta la carta a los hebreos, por su« reverencia»

En una carta -Pablo a los Filipenses-, una recomendación entrañable; y en la recomendación entrañable- «manteneos unidos»-, la motivación más cordial y personal del apóstol: Cristo Jesús. Es toda nuestra lectura. Y es toda una pieza. Pieza, que, según la crítica más aceptada, se remonta a los albores de la comunidad cristiana, a unos años, quizás, antes de Pablo.

Se le suele caracterizar como himno. Pero hay que advertir que, sin dejar de serlo, el pasaje admite otras denominaciones, secundarias quizás, pero simultáneas, que la colocan en su debido puesto: fórmula de fe, catequesis… Debemos mantener viva la alabanza, recordar piadosamente el misterio y profesar confiados nuestra fe.

Los autores distinguen estrofas. No nos vamos a enzarzar en la polémica de su diferenciación y número. Vamos a seguir tan sólo el pensamiento de tan preciosa profesión de fe, el movimiento de tan justificada alabanza y la estructura básica de tan profundo misterio.

El himno lleva, en el contexto actual de la carta, un movimiento de exhor­tación. No lo perdamos de vista, pues nos conviene aprender- catequesis- y nos interesa dejarnos mover- parénesis. El ejemplo es Cristo; el cristiano ha de acercarse a él para conocer y vivir su propio misterio

En cuanto al himno mismo, podemos proceder a su inteligencia, apoyán­donos en los contrastes. Y el primero que se nos ofrece es el llamado de la «kénosis» o anonadamiento. Jesús, en efecto, siendo de condición divina, no ambicionó conducirse, al venir a este mundo, a la manera que como a ser di­vino correspondía. Todo lo contrario, se despojó de sí mismo totalmente: res­pecto a Dios en obediencia absoluta y respecto a los hombres, llevando por amor, la condición de hombre débil, hasta el extremo de morir, como siervo, en una cruz: condenado como malhechor y blasfemo -¡él, que era Hijo de Dios!; por odio y envidia- ¡él, que era la misma misericordia!; por propios y extraños -¡él, que no se avergonzó de llamarnos hermanos!; impotente y en­tre criminales -¡él, que era poderoso y justo por excelencia!; abandonado de Dios -¡él, que era «Dios con nosotros!»

El segundo contraste, que se origina y enraíza en el primero, como carne de su carne, es: Dios lo exaltó y le dio un «Nombre-sobre-todo-nombre». Un Nombre divino: el de ¡Kyrios! Jesús, como hombre, por encima de toda la creación, unido al Padre en poder y majestad. ¿Qué otro Nombre podía ser éste que el de Dios? Por eso todos deben postrarse ante él: en el cielo, en la tierra y en el abismo, y proclamar: « ¡Jesucristo es el Señor!» Y ello, como lo señala el himno «por» haberse humillado hasta la muerte en cruz. Pablo nos invita a imitar al Señor; también, a alabarlo, bendecirlo y adorarlo. Es el papel que desempeña el himno en la liturgia. Acerquémonos, pues, piadosa­mente, y bendigamos, alabemos y adoremos al Señor.

Es reveladora, a este respecto, la escena del Prendimiento. Nótense las palabras de Jesús a Judas -breves e interpelantes-, las dirigidas al discípulo que desenvaina la espada -la violencia engendra violencia- y las dirigidas a la turba. Sin duda alguna, Jesús es el Señor. El versillo 53, con la mención del Padre, y los versillos 54 y 46, con la alusión a las Escrituras, muestran a Jesús dueño de la situación. El lector, el fiel que celebra la muerte del Se­ñor, escucha de boca de Jesús el sentido de su obra.

La escena siguiente añade a la de Marcos, entre otras cosas, el detalle de ser Jesús el Cristo, versillos 63 y 68; este último en boca de los esbirros que lo maltrataban. No olvidemos, que según la opinión común de los autores, Mateo escribe a una iglesia judeo-cristiana donde el título «Cristo» goza de gran importancia y actualidad. Pero es mucho más significativo el detalle que sirve de puente entre la negación de Pedro y el proceso ante Pilato: los minuciosos versículos 1-10 del cap. 27. No solamente se encuentra falto de pruebas el juicio contra Jesús -Marcos-, sino que es totalmente no digo in­justo, sino inicuo: compra-venta de su persona: el campo de sangre. Los mismos compradores lo reconocen, cuando rehúsan echar al tesoro del tem­plo las monedas arrojas por Judas. Con todo -es la voz del evangelista- el acontecimiento está en manos de Dios: se cumple la Escritura.

El Proceso ante Pilato, versículos 11-31, ofrecen también novedades intere­santes: la insistencia en el título «Cristo», el recado de la mujer de Pilato, con la aseveración de ser Jesús “Justo», las palabras y gesto del gobernador -lavar las manos- sobre la inocencia de aquel hombre y la respuesta -¡tremenda!- del pueblo: «que su sangre caiga sobe nosotros y sobre nuestros hijos». Esto último nos recuerda, al menos por los términos, la acción de Ju­das -«entregué la sangre del justo»- y recalca la contribución del pueblo en la muerte de Jesús el Cristo y, por tanto, su rechazo insensato del enviado de Dios. ¿Quién no recuerda, a este propósito, la parábola de los viñadores ini­cuos? El reino se dará a un pueblo que dé frutos.

En el resto del relato Mateo sigue a Marcos, añadiendo o explicitando al­gún pormenor, correspondiente a su estilo o perspectiva, como es, por ejem­plo, la cita de la Sagrada. Escritura: el salmo 68, con motivo de la bebida ofrecida a Jesús, y una vez más que Marcos el salmo 22 en su versillo 9. In­siste en el título «Hijo de Dios» (versillos 27. 40. 43. 54.): misterio de la des­trucción y reconstrucción del templo, victoria del Mesías crucificado, inter­vención de Dios a su favor. Da también un matiz escatológico a la ruptura del velo, añadiendo un aturdimiento cósmico -tierra que tiembla…- y la resu­rrección de los muertos. Fin, pues, de la era antigua y nacimiento de la Igle­sia. El pasaje de la sepultura se ve adornado en Mateo con una nota apo­logética: la custodia de la tumba. Pasión y Resurrección van inseparables.

Reflexionemos

Podemos señalar algunos temas teológicos. Comencemos por las palabras de Jesús en respuesta a las del sumo sacerdote «Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios»: «Tú lo has dicho; en ver­dad os digo que desde ahora podréis ver al Hijo del hombre sentado a la de­recha del Padre y venir sobre las nubes del cielo». El eco solemne de esta manifestación la encontramos en boca del centurión: «verdaderamente éste era Hijo de Dios». Apuntemos para la primera manifestación -respuesta de Jesús al sacerdote- la conjunción de las tradiciones «mesiánica» y «apocalíptica» en la persona de Jesús: Jesús, el Mesías-Rey descendiente de David, salvador del pueblo, y Jesús, el Hijo del hombre, ser celeste y supe­rior, anunciado por Daniel. El título de Hijo de Dios, que algún evangelista pone en este momento, está a caballo entre las dos: el hijo de David, rey, es el Rey Ungido por Dios, perteneciente a la esfera divina, hijo de Dios en sen­tido propio. El venir sobre las nubes, en efecto, lo asimila a Dios; ¿quién otro que Dios puede venir sobre las nubes? De esta forma se precisa y explícita también la naturaleza de su trono: a la derecha de Dios en las alturas (Hebreos), en el trono de Dios.

A estas tradiciones debemos añadir otra, la más chocante quizás, ava­lada por el acontecimiento-cumplimiento en Jesús de las Sagradas Escritu­ras- y será: Jesús, el Siervo Paciente de Yahvé. Todas ellas redondean el misterio, al mismo tiempo que se integran plenamente entre sí.

Jesús es el Mesías de Dios; pero su mesianismo, sin dejar de ser real, se lleva a cabo mediante el sufrimiento. La carta a los Hebreos comentará que Jesús «fue perfeccionado por el sufrimiento». Jesús es el Siervo de Dios; pero su servicio redundó en beneficio de todos. Fue «disposición de Dios, comenta así mismo otra vez la carta a los hebreos, que gustara la muerte en favor de todos”. Un triunfo a través de la pasión – que lo recalca Jesús, en Lucas, a los discípulos de Emaús – y una pasión que llevó adelante el que era «Hijo». Este último término nos descubre la identidad del sujeto que sobrellevaba el peso de las injurias, abandono y muerte, y despertó en la resurrección: Jesús el Hijo de Dios; muerto, pero vivo; juzgado, pero juez, humillado, pero exaltado; siervo, pero Rey. Confesemos, pues, valiente y devotamente, como lo hace la carta a los filipenses, que Jesús es nuestro Señor, Rey e Hijo de Dios, muerto por nosotros, pero glorificado para siempre y constituido causa de eterna salvación.

Otro elemento singular es el tema del «templo». Dos veces aparece la acu­sación; –en el proceso judío y ya clavado en la cruz– de querer Jesús des­truir el templo y levantar otro no hecho de manos humanas. El evangelio la llama acusación falsa. Pero no lo es tanto, si tenemos en cuenta el desarrollo de la Pasión. Jesús acaba, de hecho, con la Economía Antigua y comienza la Nueva. El Templo nuevo será él. Juan lo afirmará expresamente en 2, 20-22 y Pablo lo insinuará suficientemente al decir que «habita en él la plenitud de la divinidad corporalmente». Jesús es el Santuario no hecho con manos humanas: La Tienda más amplia y más perfecta, no hecha por manos hu­manas, dará a entender la carta a los Hebreos, es su Cuerpo Glorioso (9, 11ss). El detalle de la ruptura del velo al momento de morir Jesús favorece esta interpretación.

El tema del Templo nuevo, aquí brevemente esbozado, abre la perspec­tiva hacia la Iglesia, Templo de Dios y Cuerpo de Cristo. Es su Reino y su Pueblo. ¿Y no fue de su costado, abierto por la lanza –estamos ya en Juan– de donde, según los Padres, nació la Iglesia, Esposa del Señor? Iglesia so­mos, y no podemos menos de vernos integrados en la Pasión y Resurrección del Señor.